El miedo: esa ha sido la emoción que por años
ha movido -entre Colombia y Venezuela- a una familia que vivía en la vereda
Socuavo del municipio de Tibú, en Norte de Santander. Ese fue el sentimiento en
el que se vio sumida al sentirse en medio del fuego cruzado entre la guerrilla
y los paramilitares, quienes empuñaron sus armas en el Catatumbo para
apoderarse de los cultivos de coca que, a finales de los 90, se expandieron por
toda la región.
En dicha vereda, varios eran los episodios de
represión e intimidación por parte de la guerrilla, para que los campesinos
sembraran la coca. Entre aquellos amedrentados se encontraban Hermindo
Rodríguez y Judith Ortega, quienes se vieron entre la espada y la pared, pues
si se negaban, quedaban en la lupa de este grupo armado. Pero si aceptaban
sembrarla, serían a su vez catalogados por los paramilitares como colaboradores
de los guerrilleros.
“En el año 2002, la semilla de coca costaba $10.000
pesos, y nosotros no teníamos plata para eso; la poca plata que entraba era
para levantar la casa y los niños. Entonces como no teníamos para comprarla, la
guerrilla empezó a meter presión”, comenta don Hermindo, aún con el recuerdo de uno de los episodios más
difíciles de su vida.
Mano a mano con su esposa, trabajaban la
tierra, sembraban plátano, yuca, maíz, arroz y cuidaban los pocos animales que
tenían en su finca: un predio de 46 hectáreas de extensión que era el resultado
de años de trabajo y sudor. Ellos pensaban que se convertiría en el sustento de
sus hijos, en la esperanza tanto de los que ya tenían, como de la hija que
venía en camino.
La zozobra llegó a la vida de Hermindo y
Judith
Pero el estar embarazada -y al poco tiempo el
dar a luz-, no fue impedimento para que los paramilitares obligaran a Judith
Ortega a indicarles cuál era el camino para llegar rápidamente al casco urbano
de Tibú, en la época en que los grupos armados ilegales empezaron a instalar
retenes en la región.
La finca de esta familia, para desgracia de
ellos, estaba ubicada en un punto estratégico entre los corregimientos de Tres
Bocas y Versalles, por donde estos grupos podían llegar y situarse con
facilidad alrededor de zonas del casco urbano de Tibú.
La zozobra y el temor se apoderaron de
Hermindo y sus pequeños hijos, cuando los ‘paras’ se llevaron a Judith, quien
con temor les tuvo que indicar el camino a decenas de hombres fuertemente
armados, que luego serían precursores y perpetradores de masacres,
desapariciones y masivos desplazamientos forzados. Ahí, en el corazón del
Catatumbo.
Tal vez, el verla en estado de embarazo, hizo
que los paramilitares decidieran dejarla libre para que volviera con su
familia. Pero su regreso estuvo marcado por el miedo, pues sabía que no iba a
ser la única vez que la usarían como guía. Por eso la familia decidió
marcharse, pues la pequeña María pronto vería la luz y, ese lugar, marcado por
la guerra, tendría que ser su escenario de vida.
Con lágrimas en los ojos, afanados, asustados
y con más preguntas que respuestas sobre su futuro, ambos padres decidieron dejar
atrás el terruño. Su destino era la población de Casigua El Cubo, en el estado
Zulia (Venezuela), donde trataron de hacer vida, surgir y cambiar el rumbo del
todo. No obstante, la esperanza de la familia era en realidad volver a su
tierra.
Encontraron una esperanza
Por ello fue que, un par años después de
abandonar su finca, decidieron venderla en $6 millones de pesos, un precio muy
bajo para lo que realmente costaba su tierra en esa época. Con lo recaudado
debajo del brazo, emprendieron su regreso en 2002, pero esta vez para buscar refugio
en el casco urbano de Tibú, donde encontraron una casa en un barrio llamado La
Esperanza: un nombre que parecía más que apropiado. ¡Allí tendrían techo para
todos sus hijos, ellos siempre fueron su esperanza!
Con la alegría de nacimiento de María, la
familia fue recobrando la tranquilidad y buscando alternativas para salir
adelante. Uno de esos milagros, como lo llama el padre de familia, fue haberse
encontrado con un amigo que le habló de la Unidad de Restitución de Tierras
(URT), lo que llevó a este hogar a acudir a una reparación integral por
parte del Estado.
Así se empezó a plasmar el resultado de una
historia de lucha, pero también de alegrías; de miedo, pero a la vez de valentía
y de paciencia. Con el paso del tiempo y luego de haber presentado la solicitud
de restitución, un juez especializado en profirió una sentencia a su favor y
los compensó con una vivienda en Tibú.
Como Hermindo ya había comprado una casa
cuando fue desplazado de su tierra, el juez les otorgó otra vivienda que
actualmente está arrendada, cuyos recursos sirven para el sustento del hogar.
Su historia pudo haber sido la de muchos
tibuyanos: desplazados y despojados por la violencia en el Catatumbo
nortesantandereano. Pero el ingrediente especial lo puso aquella hija, María,
quien desde pequeña mostró su fortaleza, ímpetu y arraigo. A corta edad empezó
a prepararse, a ver de lejos los salones de belleza del municipio para aprender
de ellos y practicar. Eso la llevó a decidir que un día iba a tener su propio
salón de estética y cuidado del cabello.
Revive la sonrisa
Así nació ‘Dulce Esperanza’, el primer
proyecto productivo urbano otorgado por la URT a una familia víctima de la
violencia en esta zona del país. Este se levantó poco a poco en un local
contiguo a la vivienda donde reside la familia, al que han consentido como un
hogar más: lo pintaron, lo adecuaron con techos, con puertas corredizas y lo
equiparon con sillas especiales, mesas, espejos y luces. Así forjaron en
familia la dulce esperanza de rehacer los sueños perdidos años atrás.
“Sin saberlo, llegamos a vivir hace mucho
tiempo a un barrio que se llama La Esperanza, acá en Tibú, y eso me alentó a
hacer muchas cosas para aprender de estilismo, cuidado del cabello y estética.
Poner un salón de belleza fue una decisión de familia: nos sentamos y hablamos,
yo les propuse que lo hiciéramos y por eso le pusimos ‘Dulce Esperanza’. Por la
dulzura de cuidar a nuestros clientes y además porque brindamos tranquilidad a
la gente que viene”, comenta
María, hoy con 23 años y una maleta llena de sueños por cumplir en su salón.
El toque dulce se nota desde la entrada: los
colores pastel, los sillones de espera, las vitrinas con cremas y champú, los
globos de colores, las luces y, sobre todo, la esencia de una familia. Este
lugar no tiene nada que envidiarle a cualquier otro salón de belleza de la
ciudad.
“Como familia siempre tuvimos esperanza, porque a pesar de los obstáculos que vivimos, nunca perdimos la perseverancia y la constancia. Siempre creímos que algún día íbamos a volver a sonreír. Así lo expresamos a diario, porque le enseñé a mi hermana todo en cepillados de cabello, yo me encargo de los peinados y mi mamá es la encargada de la cafetería y productos para los clientes. Por eso somos una dulce esperanza”, concluye María, con fuerza y gallardía en su voz, tal vez heredadas de sus padres, quienes siempre creyeron que era posible retornar y sonreír.
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