En medio de la calamidad mundial que vivimos por la pandemia de COVID-19, no se avizora con claridad un camino que prontamente nos permita superar esta grave emergencia de salud. Los científicos del mundo trabajan aceleradamente en la creación de una vacuna, considerada la solución definitiva; mientras tanto, la enfermedad afecta a más de dos millones de personas, 154.000 de las cuales han muerto.
Los gobiernos han aplicado estrictas medidas de aislamiento social obligatorio, motivando el teletrabajo y las actividades educativas remotas y mediadas por las TIC, cambiando radicalmente nuestra vida cotidiana, responsabilidades y rutinas. Es una situación que nos estresa, y agobia la salud mental, pero que, al mismo tiempo, ha generado el encuentro permanente con los miembros de la familia dentro del hogar, como un aliciente que nos llena de alegría el espíritu al redescubrir la belleza de la cercanía, del compartir y de la importancia de la unidad que permite las sinergias de la acción colectiva para superar la lesiva conducta individualista.
Esta nueva realidad está motivando profundas reflexiones personales y colectivas. Es necesario desaprender los antivalores sociales asociados al individualismo, promover nuevas formas de relacionarnos y articularnos de manera convergente para lograr vínculos de confianza en el marco del respeto pertinente de la alteridad, la ajenidad, el pensar diferente y la valoración del prójimo en su dignidad.
Tristemente, los modelos económicos y sociales imperantes han facilitado la incubación de esos antivalores que promueven el individualismo, el arribismo y la indolencia hacia el sufrimiento y las necesidades sociales. El crecimiento económico capitalista ha sido históricamente muy desigual, promoviendo que unos pocos acumulen desproporcionadamente las riquezas. A 2017, 43 multimillonarios poseían más capital que los 3.800 millones de personas más pobres del planeta; al año siguiente hubo mayor concentración y tan solo 26 potentados acumulaban esa enorme cantidad, según la ONG Oxfam.
Esta injusta y exagerada concentración de la riqueza la definimos como “normal”, producto del éxito personal y, mucho peor, la tomamos como referente y ejemplo de vida, motivando a las personas a encauzar su energía a acumular riqueza a como dé lugar, dando paso a más antivalores como la corrupción, la ilegalidad, la especulación y el acaparamiento, entre otros.
Pero no todo está perdido ya que el ser humano, por su capacidad racional, es la especie en la tierra capaz de remediar sus actitudes y comportamientos nocivos, especialmente, los egoístas, agrestes y soberbios por ser consciente de sus actos. Por ello, es urgente reencontrarnos con nuestra sensibilidad y sentido común, tener mayor afinidad, empatía y solidaridad. Dejemos a un lado el individualismo y trabajemos de manera colectiva para vencer esta hecatombe sanitaria y construir una sociedad más incluyente y justa.
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