En cualquier calle de Barranquilla es frecuente encontrarse con venezolanos pidiendo ayuda para aliviar los terribles momentos que viven como migrantes del que se considera el éxodo más grave en Latinoamérica en las últimas décadas, como consecuencia de la tragedia económica, social y política de su país. Esta cruel realidad se repite en casi todas las ciudades capitales de Colombia y en buena parte de sus municipios. Igualmente, viven esta crítica situación varios países suramericanos que se han visto obligados a tomar diversas medidas asistenciales para atender el gravísimo problema social de esta población.
Estadísticas de la ONU indican que más de 2,3 millones de venezolanos han salido de su país desde 2014. En estos momentos, se estima que diariamente migran unos 5.000. En Colombia se encuentra por lo menos un millón de ellos, según datos de Migración Colombia; y en Perú, 414 mil. En nuestro país han sido regularizados más de 181 mil ciudadanos venezolanos, mientras que otros 442 mil están en ese proceso.
En días pasados, cuando visité la Universidad Simón Bolívar en Cúcuta, palpé de cerca la gravedad de esta problemática. Qué tristeza me embargó observar las filas de cientos de inmigrantes venezolanos con sus pertenencias encima y caras llenas de frustración, caminando por las carreteras que comunican a Cúcuta con Bucaramanga y Bogotá. Familias completas con niños pequeños, incluso en brazos, en un desfile de pobreza humana en pleno siglo XXI, buscando mejores horizontes y oportunidades de vida.
Esta triste escena de éxodo masivo me recordó las migraciones en Europa en la Segunda Guerra Mundial durante las invasiones de las huestes hitlerianas, y las recientes ocurridas por la guerra en Siria.
Además del sufrimiento de los migrantes, se da la consecuencia grave de que niños y adolescentes crecerán sin recibir educación estable y de calidad. La Agencia de la ONU para los Refugiados, Acnur, da cuenta de que a 2017 cuatro millones de niños refugiados no iban a la escuela, limitando las oportunidades de su futuro bienestar.
En nuestro país se les están brindando servicios asistenciales de salud, alimentación y educación de manera paliativa; a pesar de ello, viven en forma paupérrima, generalmente hacinados y en condiciones infrahumanas. El sustento lo logran a través de la economía informal y recibiendo limosna en los buses y en las esquinas de los semáforos.
La gravedad de este fenómeno migratorio y su impacto sobre nuestras ciudades y municipios está dando inicio a una ola xenofóbica hacia nuestros hermanos venezolanos, violentando su dignidad humana al ser rechazados por su origen y condiciones de pobreza.
Nuestra obligación, como sociedad fraterna, es garantizar la protección de quienes están huyendo del descontrol social generalizado en su país. No podemos torpedear su llegada, ni mucho menos impedirles que busquen el sostenimiento de sus hogares. Todo lo contrario, la solidaridad es el valor que debe primar ante semejante catástrofe social.
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