La COVID-19, además de la incertidumbre, nos agobia con el miedo de enfermar y morir. Nos ha puesto frente al espejo, exponiendo a la vista de todo el mundo la realidad de nuestra sociedad, exigiéndonos rendir cuentas y pagar el precio de la imprevisión, del cortoplacismo y de tantos años de no asumir de manera integral la atención y superación de problemas societales estructurales como la inequidad, la pobreza extrema, la corrupción, el mercadocentrismo, la preeminencia del crecimiento económico sobre el desarrollo social y la devastación de los recursos naturales y del medioambiente, entre otros.
Los analistas económicos prevén que, como consecuencia de la cuarentena y la suspensión de la mayoría de actividades productivas, las condiciones de miseria en el mundo se incrementarán, dando lugar a una pandemia de pobreza, quizás peor que la sanitaria. En informe de junio pasado, el Banco Mundial estimó que esta emergencia sumirá a más de 71 millones de personas en la pobreza extrema (viven con menos de USD 1,90 al día), que se sumarán a los 734 millones que hoy viven en estas condiciones. Además, el organismo prevé una drástica contracción del 5,2% de la economía mundial.
El panorama en Colombia es también desalentador. El Observatorio de Coyuntura Económica y Social de la Universidad de los Andes calcula que 7,3 millones de personas que se encontraban en una “clase media frágil”, vulnerable, pasarían a engrosar las filas de pobres por los efectos de la emergencia. Esto, para los autores del estudio, equivaldría a un retroceso de dos décadas en materia de pobreza y desigualdad en este territorio. Además, el BID estima que, por cuenta de la cuarentena obligatoria, a junio, aumentaron en 1,9 millones los pobres en el país. Asimismo, Fedesarrollo estima que la pobreza pasará del 27% al 33%, es decir, 6 puntos adicionales.
La pandemia promovió el aumento del empleo informal y el cierre de miles de micro y pequeñas empresas. En mayo, el desempleo se ubicó en un 21,4%. Inclusive, la perspectiva global apunta a que el país se ubicará como el de mayor desempleo entre las naciones OCDE. Esta problemática social se acrecienta si pasamos de las urbes a las comunidades rurales.
A lo largo de su vida republicana, Colombia ha vivido como la madrastra de Blanca Nieves que, al mirarse en el espejo mágico oye que este le dice que es la más bonita, sin serlo. Hoy, la COVID-19 desnudó nuestra cruda realidad e, incluso, empeoró la situación económica aumentando las brechas sociales que nos sitúan como una de las naciones más desiguales y, por supuesto, con más altos indicadores de pobreza.
La emergencia sanitaria acentuó la necesidad de políticas de Estado que promuevan una mejor distribución del ingreso y reformas estructurales que apalanquen el acceso equitativo a las oportunidades productivas, a los créditos de fomento y a la tierra cultivable, entre otros. Si los actuales gobernantes no las formulan y ejecutan, profundizaremos la pobreza y nos arriesgaremos a una implosión social.
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