Como especie en la cima de la evolución de la naturaleza, hemos asumido equivocadamente un rol depredador, avasallando enormes extensiones de la tierra y poniendo en riesgo el equilibrio ecológico del mar, los ríos, los bosques, las selvas, en fin, toda la natura, ocasionando un sufrimiento al resto de los animales y la flora.
Nuestra acción predadora es multifactorial y sumamente agreste, devastando ecosistemas y, por causa de la actividad humana, contaminando y cambiando el equilibrio natural. Desaprendimos como especie la necesidad de interdependencia, con lazos de reciprocidad y continuidad entre lo viviente y lo inerte, y de corresponsabilidad entre los seres vivos por la armonía vital de la naturaleza.
Nos creemos invencibles. Por ello organizamos y consolidamos la sociedad humana por fuera de las leyes naturales, adoptando antivalores como la violencia, la avaricia, la indiferencia, la ingratitud, el egoísmo, la envidia, y deidades terrenales como el dinero, la riqueza, el poder, el lujo, etc., que nos han deshumanizado.
Hemos validado como moralmente bueno todo lo que aumenta el capital y los bienes, y como malo lo que los disminuye; que son buenos o de bien la gente que tiene numerosos bienes o poder e, incluso, definimos como objetivo principal del estudio y el trabajo la creación de riqueza y acumulación personal.
Estamos inmersos en un mundo material y frívolo que solo quiere valorar el dinero y la riqueza. Nos creemos indestructibles y nos negamos a mirar más allá de nuestros propios intereses.
Hace pocos días, despertamos en medio de una pesadilla por una agresiva pandemia viral que nos confronta ante el riesgo de la muerte, que nos recuerda nuestra fragilidad y, por ello, nos motiva a cambiar esas actitudes y comportamientos que nos han ido degradando y llevándonos a ser individualistas y utilitaristas.
Contra la enfermedad del COVID-19 no nos inmunizan la riqueza ni el arribismo y menos el ‘espantajopismo’; nuestra esperanza hoy es la ciencia, el sistema de salud y nuestra capacidad de repensarnos y hacer prevalecer el sentido común.
Es urgente abandonar la mezquindad y el individualismo que, tristemente, prevalecen aún en estos días de cuarentena con acciones tales como el acaparamiento desaforado de bienes y la especulación con los productos básicos para la supervivencia y de protección contra el virus; lo mismo pasa con las infames actitudes discriminatorias en los edificios donde vive el personal médico que combate directamente el virus; o también con la rampante desatención de las medidas adoptadas por las autoridades ante la pandemia, entre otros.
Si en el día después de este duro capítulo de la humanidad no aprendemos a apreciar la vida más allá de la materialidad, a dejar de considerar fútil la miseria que nos rodea, a ser solidarios, fraternos, pacíficos, agradecidos, laboriosos y honestos, habremos desechado la posibilidad de mejorar en lo personal y lo espiritual, y la oportunidad de redireccionar nuestro rumbo como sociedad.
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