Esa sensación de “volver a nacer” de las personas que han superado acontecimientos sumamente graves o desastrosos, como los sobrevivientes de accidentes de tránsito terrestre o aéreo, enfermedades catastróficas como el cáncer o, incluso, de hechos terroristas, les permite mirar al mundo de otra manera, fijando su atención en dimensiones de la vida y la cotidianidad que antes ni siquiera percibían. Se deciden a gozar cada momento como si fuera el último, valorando aún más a la familia y a toda la gente sin diferencias sociales y económicas, disfrutando valores que antes dejaban en segundo plano, como la amistad, la solidaridad, la sencillez, etc., ya que alcanzan a vivir y entender la fragilidad del ser humano y lo valioso de estar vivo.
La coyuntura de la pandemia del COVID-19 ha puesto al mundo entero a pensar en la enfermedad y la muerte como posibilidades muy inmediatas, cuya solución total no está aún en las manos de la ciencia, aunque existen medidas paliativas para contener el número de enfermos y muertos por el virus, como son evitar el contacto físico y las aglomeraciones, promover el aislamiento social y el lavado permanente de las manos, entre otras, que debemos aprender como lección y cumplir a cabalidad.
Casos como el de las jóvenes que lloraron ante una cámara de televisión por la imposibilidad de recibir su grado en la ceremonia presencial, debido a las medidas adoptadas por la universidad para prevenir el contagio, muestran que quizás solo cuando vivimos en carne propia circunstancias como las actuales asimilamos que la salud y la vida son los bienes más valiosos, por encima de banalidades como lucir un traje de diseñador y compartir en una fiesta fastuosa. Seguramente ellas ya lo comprendieron, aprendieron la lección y cambiaron su actitud.
Desafortunadamente, los valores invertidos arraigados en la sociedad nos llevan a anteponer nuestros intereses a los de la comunidad, a sobreestimar nuestras veleidades como lo más importante de la existencia, pensando que las carencias de los otros no existen, y desechando la solidaridad, la empatía y la fraternidad como dones del ser humano necesarios para la superación de tiempos calamitosos.
Otra enseñanza primordial aprendida es que para contener una pandemia deben prevalecer el cuidado mutuo y la atención al necesitado. Qué ejemplo de amor por la humanidad y de solidaridad nos ha dado el personal hospitalario al atender a miles de contagiados, arriesgando su propio bienestar, aislándose temporalmente de sus familias y descansando apenas lo mínimo para volver al campo de batalla. Los aplausos y loas que se les han transmitido a través de medios de comunicación y redes sociales no alcanzan para reconocer su ejemplo admirable. Esta es otra lección de la crisis actual.
Por nuestra parte, podemos aportar mucho siguiendo las recomendaciones médicas y gubernamentales, quedándonos en casa y cuidando al máximo a nuestros abuelitos y padres. También debemos bloquear la propagación de mensajes alarmistas que solo contribuyen a generar pánico.
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