La vida la definimos como el tesoro más preciado. Por ello, el ser humano siempre ha tenido como uno de sus más profundos anhelos encontrar el método ideal para prolongar su existencia, retrasando el deterioro de las funciones vitales y manteniendo un aspecto físico lozano y jovial.
Creo que la juventud -como lo escribí en mi columna anterior-, es uno de los grandes tesoros del ser humano, es el manantial de energía y motivación que nos impulsa durante la vida. Es un estado del espíritu y no simplemente la edad que precede a la etapa adulta.
Hoy, los herederos de los alquimistas y de los expedicionarios de la búsqueda de la ‘fuente de la juventud’ perseveran en esta utópica tarea, y nos alienan en una cultura de estereotipos de belleza y juventud.
Si solo validamos la apariencia física como condición de juventud se nos convierte en condición obligatoria el uso de sustancias o procedimientos para rejuvenecer las facciones y modelar el cuerpo, o el sometimiento permanente a técnicas estéticas e intervenciones quirúrgicas de cirugía plástica, y cientos de fórmulas y métodos que hoy copan la literatura científica o publicaciones de moda, frivolidades y tendencias.
Todo este maremágnum de procedimientos y tratamientos ha traído consigo también un estrés permanente en las personas que los utilizan, convirtiéndolas en esclavas y entronizando una cultura que referencia a la juventud solamente en la apariencia física, dejando de lado la importancia de la salud mental y madurez inherente a cada periodo de la vida. En el afán de impedir la llegada de los signos de la vejez y ocultarlos, hay quienes abusan de estos métodos, llegando a deformar su identidad, arruinando por completo su apariencia física o, peor aún, perdiendo el bien más preciado: la vida.
La felicidad y el cultivo de la autoestima radican en disfrutar a plenitud cada época de la vida, con sus pros y sus limitaciones, sus tristezas y alegrías, y con las posibilidades que cada periodo nos brinda. Ninguna etapa será igual a otra, ya que las condiciones físicas varían, y año a año se acumula mayor conocimiento y experiencia, convirtiéndose con el tiempo en el patrimonio más importante de nuestra existencia.
Claro que es necesario preservar la salud física y velar por nuestro aspecto; sin embargo, es trascendental darle su real relevancia y valor para desarrollar la juventud mental y espiritual.
Es obligatorio aprender a ser felices desde lo espiritual y sin cortapisas, disfrutar de quienes somos, gozar de la familia y de la gente que nos acompaña en los diferentes escenarios en que nos movemos, ejercitar la mente y el cuerpo, ser solidarios, darle la real dimensión a los problemas y realizar actividades lúdicas que nos regocijen, son algunas ‘técnicas’ útiles recogidas desde las ciencias de salud y las vivencias propias.
Sin percatarnos, podemos estar desperdiciando la juventud espiritual en las diversas etapas de la vida y, con ella, la posibilidad de ser realmente felices. No hay nada mejor que envejecer acumulando juventud.
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