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martes, 11 de junio de 2019

¿Festejo o derroche? - POR JOSÉ CONSUEGRA


Quién no se siente orgulloso de los logros de un hijo? Todos nos vanagloriamos y exteriorizamos a los cuatro vientos la felicidad que nos embarga cuando hacen realidad sus sueños. Así se trate del elemental logro de aprender su primera palabra, superar un examen escolar o de ser promovido a otro grado académico, para los progenitores es motivo de alegría y profundo regocijo. 

Mucho más complacidos nos sentimos cuando quienes eran nuestros pequeños nenes llegan al escalón final de su proceso escolar y culminan su grado once para dar inicio a la vida universitaria. Nunca dejará de ser motivante sentir que cumplimos la tarea más importante que tenemos como padres: brindarles las bases educativas y de valores sobre las cuales cimentarán su porvenir profesional.

El viejo dicho de “voy a echar la casa por la ventana” resuena en la cabeza de los orgullosos padres que deciden no escatimar gastos para celebrar, alrededor del amor y la unidad familiar, el éxito académico alcanzado por sus vástagos. 

Es moda, hoy, organizar fiestas mancomunadas entre los graduandos del colegio, con toda la pompa y lujos imaginables; bufetes extravagantes, atuendos costosos y múltiples detalles suntuosos, comparables con los exagerados festejos de los miembros de la realeza. Se deja de lado el verdadero motivo de esa alegría y se cambia el objetivo de la festividad que es el logro académico, por una competencia ilógica entre los padres de familia de los colegios por quién hace la fiesta más fastuosa, contrata al músico más costoso, la decoración más lujosa y quién porta la moda más exclusiva. 

Pero no solo se trata de los grados escolares, también hay derroche y ostentación en otros festejos de momentos trascendentales de la vida de los hijos como el bautizo y la primera comunión, que deberían ser más espirituales, sencillos, íntimos y afines a los valores cristianos. En la ratificación de la fe católica, es hermoso ver a los pequeños con sus manitas juntas en señal de oración y expresivas de amor, inocencia, pureza, etc., pero ello no compagina con los excesos de lujo en las reuniones preparadas para conmemorar esos sacramentos.

Totalmente diferentes eran las celebraciones que viví en mi niñez y juventud, cuando el festejo giraba en torno al homenajeado; él era el centro de atención para la familia y todos los que acudían a felicitarlo. Esta fiesta era casera, se gozaba del deleite gastronómico preparado por la abuela y la madre, y se resaltaban –por parte de familiares y amigos de la barriada– las cualidades y valores del graduando.

Mi posición no es, de ninguna forma, el menosprecio al festejo grupal. Todo lo contrario, creo que debe ser motivo para reflexionar sobre si más allá de enaltecer estos logros valiosos, estamos organizando eventos de derroche innecesario, vitrinas de lujo y opulencia. 

¿Es ese el mensaje materialista y derrochón que queremos darle a nuestros hijos, o por el contrario, queremos que ellos sientan, con sencillez y plenitud, el amor que les profesamos y la admiración que les dispensamos por sus logros?

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